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Su vida transcurría entre tinieblas. De noche y de día, ellas la acompañaban. Nunca les tuvo miedo, siempre estuvieron allí, y probablemente allí siempre estarían.

Su mundo era pequeño. Había en él muchas puertas. Algunas abiertas, otras cerradas. Había sido así siempre. ¿Cuándo se abrirían más puertas? Ella no lo sabía, aunque se lo preguntaba a menudo.

Su madre le relataba momentos que ella no recordaba muy bien. Como cuando era una bebé. En esos tiempos, había solo dos puertas abiertas, y no sabía que había más puertas por abrir. Ella solo dormía, comía y... bueno, hacía sus necesidades, como cualquier bebé.

Pero ella ya no era un bebé. Poco a poco había ido aprendiendo muchas cosas. Caminar, comer sola, hacer sus necesidades en el baño y sola, y leer. Este último descubrimiento le abrió una hermosa puerta. Podía leer acerca de mundos extraños y lejanos, donde existía la guerra, la hambruna, la pobreza, la discriminación. Ese libro lo encontró sobre el velador de su madre. Era grande y pesado, su madre se lo quitó cuando supo que ella lo tenía. No era un libro para niños, le aclaró su madre.

Y bueno, había otros libros, que eran un poco más aburridos. Allí había dulzura y tibieza. Amor. Dificultades, sí, las había, pero eran absurdas al lado del libro de mamá.

Sabía también que había una puerta que escondía muchísimos libros. Pero no le permitían abrirla.

Había una puerta grande, que solo su niñera o su madre podían abrirle. Allí las tinieblas eran más espesas, pero era grato descubrir lo que escondían. Allí había tierra, flores, algunos animales, pasto, insectos, arbustos... y al final, había una pared. En alguna oportunidad había logrado encontrar la puerta más grande que había visto en su vida, era tan alta que no podía ver su fin. Esa puerta era tan enigmática, tan grande... y con tanta tiniebla, no lograba verla nunca.

Su mundo, pequeño y misterioso, en realidad estaba lleno de paz. Personas de bien. Pocas, pero buenas.

Solo eso existía para ella. Nada más.

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Su vida transcurría entre tinieblas. De noche y de día, ellas la acompañaban. Nunca les tuvo miedo, siempre estuvieron allí, y probablemente allí siempre estarían.

Su mundo era pequeño. Había en él muchas puertas. Algunas abiertas, otras cerradas. Había sido así siempre. ¿Cuándo se abrirían más puertas? Ella no lo sabía, aunque se lo preguntaba a menudo.

Su madre le relataba momentos que ella no recordaba muy bien. Como cuando era una bebé. En esos tiempos, había solo dos puertas abiertas, y no sabía que había más puertas por abrir. Ella solo dormía, comía y... bueno, hacía sus necesidades, como cualquier bebé.

Pero ella ya no era un bebé. Poco a poco había ido aprendiendo muchas cosas. Caminar, comer sola, hacer sus necesidades en el baño y sola, y leer. Este último descubrimiento le abrió una hermosa puerta. Podía leer acerca de mundos extraños y lejanos, donde existía la guerra, la hambruna, la pobreza, la discriminación. Ese libro lo encontró sobre el velador de su madre. Era grande y pesado, su madre se lo quitó cuando supo que ella lo tenía. No era un libro para niños, le aclaró su madre.

Y bueno, había otros libros, que eran un poco más aburridos. Allí había dulzura y tibieza. Amor. Dificultades, sí, las había, pero eran absurdas al lado del libro de mamá.

Sabía también que había una puerta que escondía muchísimos libros. Pero no le permitían abrirla.

Había una puerta grande, que solo su niñera o su madre podían abrirle. Allí las tinieblas eran más espesas, pero era grato descubrir lo que escondían. Allí había tierra, flores, algunos animales, pasto, insectos, arbustos... y al final, había una pared. En alguna oportunidad había logrado encontrar la puerta más grande que había visto en su vida, era tan alta que no podía ver su fin. Esa puerta era tan enigmática, tan grande... y con tanta tiniebla, no lograba verla nunca.

Su mundo, pequeño y misterioso, en realidad estaba lleno de paz. Personas de bien. Pocas, pero buenas.

Solo eso existía para ella. Nada más.