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—Señor Fernando… disculpe, lo noto un tanto distraído.

Ya van varias veces que me notas así y me resulta extremadamente extraño. Un maestro no se puede permitir el lujo de que su alumna lo vea con los pensamientos demasiado distantes. Sé perfectamente el motivo de todo, más no quiero decírtelo. No quiero decir que te quiero de una manera en que no debería quererte, Lorena.

—Estoy bien, Lorena. Continúa con lo que estabas haciendo— te digo, tratando de calmarte. Tú vuelves a tus entrenamientos y yo te observo. Desde siempre supe que eras bonita, pero pareciera que hasta ahora me he dado cuenta, para mi mal. No quiero mostrar emociones. No estoy acostumbrado y no sé como manejarlas.

Te conozco desde que tenías seis años. Su Eminencia, el patriarca Kyrus, te puso a mi cargo, una vez que se descubrió que tenías un cosmos suficientemente fuerte para ser una guerrera de Atenea. Supe los motivos por los que lo había hecho: ambos venimos de España. Tú eres de Aragón y yo de Barcelona. Así que supuso que yo era la persona indicada.

Al principio se me hizo demasiado difícil. Yo era un chiquillo de once años que recién había obtenido la armadura de Capricornio y no era la persona más sociable del mundo. A decir verdad, me disgustaba convivir con la gente. Sin embargo, fueron pasando los años y comencé a apreciarte.

Luego tú obtuviste la armadura del Pez Austral, con todas las de la ley, más por un motivo que no me explico, sigues pidiendo que te entrene.

De pronto veo que te acercas nuevamente a mí, tomas una de mis manos y luego me besas la mejilla para decirme:

—Lo quiero mucho, señor Fernando. Es usted un gran maestro.

Por último regresas a los entrenamientos y no puedo evitar sonreír. Tal vez sea poco probable que esto vuelva a repetirse.