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Se me fue. Sí, se ha ido. Se fue en una tarde cualquiera, un día inesperado. Mi amado se ha ido y no pude comprender la razón. No supe perdonar, no supe despedirme. No supe nada. No pude estar a su lado. Todo se había derrumbado. Yo creí que habría un después, pero no ha sido así. Se me fue y no supe comprender sus motivos de repentina tristeza, ni las risas que salían de la nada. O más bien, no quise comprender nada.

Y todo lo que queda en mi interior es la sensación de que no pude hacer nada por estar en el momento clave de su despedida. Quiso convertirse en Dios y acabar con su propia vida sin decirme nada. Ni una nota, ni una amenaza. Nada. Yo creía que habría un mañana y no fue así. Se ha ido y no volverá jamás, así lo quiera. Para mi desgracia y dolor.

Mi mente no deja de repetir una y otra vez que se fue, y quizás nunca deje de repetirlo porque el día que él decidió irse, se llevó consigo la mitad de mi vida. Él nunca sabrá que he muerto en vida ya que mi alma no volverá jamás.